jueves, 19 de septiembre de 2013

Se busca enano en el país de los gigantes


-Buenas noches, mi amor-. Pronunció la mujer con la voz tan dulce como su gesto.
-¿Ya?- exclamó el niño incorporándose y quedando sentado sobre la cama.
-Ya- le respondió ella punteando la diminuta nariz de Carlos con su dedo índice. –Es tarde y… Hay que dormir antes de que vengan los monstruos- comenzó a decir con comicidad –y nos pillen despiertos- terminó, moviendo sus manos en torno a la cintura del niño amenazando con hacerle cosquillas.
Y antes de que el roce se produjera, el niño ya reía anticipándose a la juguetona caricia.
-¡Para! ¡Para!- le pidió entre risas y Ana se detuvo para darle un dulce beso en la frente. Carlos le sonrió y le devolvió el beso al tiempo que agarraba una de las manos de ella, reteniéndola a su lado. –¿Me cuentas un cuento?
-¿Un cuento ahora, Carlos?- protestó. Pero su hijo le hizo el más tierno de los pucheros, y ella ante tal expresión no pudo seguir negándose. –Y, ¿de qué quieres que te lo cuente, a ver…?- dijo sentándose de nuevo en la esquina de la cama.
-¡De gigantes!- exclamó, alzando sus manos en un victorioso gesto. Ana rió al ver su entusiasmo y pensó que historia, que no le hubiese ya contado, podía narrarle.

Y sin demorarse más de unos segundos comenzó a relatar.

-Erase una vez, hace mucho, mucho, tiempo, un lugar tan maravilloso como lejano…-inventó.
“…dónde los árboles crecían tanto, que sus eternos troncos se perdían entre las nubes y las copas llegaban a acariciar las estrellas.
Allí habitaban, sin exagerar, grandísimos hombres y mujeres, que a pesar de su tamaño, tenían una vida tan normal como la nuestra. Todos menos uno.
Eduardo era el gigante más apuesto e intrépido de toda la zona, le encantaba retirarse al campo y leer hasta que el sol le robase la luz que necesitaba para seguir haciéndolo, y cuando no estaba cultivando su imaginación, andaba subido de casa en casa en casa buscando aventuras que vivir fuera de los libros.
Mientras todos se preocupaban por hacer bien su trabajo y divertirse con unas y otras fiestas, él abría los ojos a todo lo que lo rodeaba y por momentos creía encontrar la historia que él mismo necesitaba conseguir.


Tal era su pasión por las aventuras, que un día, sin coger ni siquiera ropa de abrigo, comenzó a caminar y a caminar sin descanso. Y tanto caminó, que por momentos sintió que los arboles empequeñecían a su paso, hasta tal punto, que topó de frente con uno que ni siquiera le llegaba a la altura de las rodillas.
Frunció el ceño y se frotó los ojos, quizás el cansancio le estuviese jugando una mala pasada y aquello no fuese más que una alucinación, pero al apartar sus manos de nuevo, volvió a ver aquel diminuto árbol en el mismo sitio, y el desconcierto lo hizo retroceder un par de zancadas.


-¡Eh! ¿Pero es que no mira por dónde va?- oyó a lo lejos una voz que le gritaba, pero al girarse nada vio. Y fue solo cuando agachó su mirada hasta el suelo, cuando descubrió junto a sus pies un hombrecillo tan pequeño como lo  era su dedo meñique.


-Yo...- trató de decir pero las palabras y el aire incluso le faltaban. -Yo... lo siiento mucho- atinó a pronunciar.


-¡Pero no grite!- le chilló el enano. -No ve que su voz me va a dejar sordo- continuó hablándole malhumorado.


Eduardo, el gigante, se agachó, cogió al enano, que se llamaba Luis, y lo de dejó sobre la palma de su mano.


-Ni se le ocurra comerme, ¿eh?- lo amenazó bravucón. Había escuchado mucho sobre aquellos seres tan gigantescos, pero nunca se había encontrado con uno tan cerca, y aunque por fuera parecía el más valiente del mundo, por dentro temblaba como una hoja en otoño.


-No le pienso comer- le susurró Eduardo. -No quiero molestarlo, ni mucho menos. Solo quiero encontrar una aventura, ¿sabe usted dónde dar con una?-.


-¿Una qué? ¡¿Aventura?!- rió el hombrecillo. -Llámame mejor Luis, y no, no sé dónde encontrarlas, ni tampoco dónde pensarás que las fabrican- siguió bromeando y cachondeándose de Eduardo. Y él se sintió tan ofendido y molesto con aquel hombre, que ganas le entraron de tirarlo al suelo desde la altura a la que estaba elevado.
Luis vio en la mirada del gigante una sombra de tristeza mezclada con rabia y comprendió que lo que acababa de decirle estaba fuera de lugar.
-No se lo tome a mal, hombre- intentó arreglarlo. -Las aventuras no se buscan, te encuentran ellas solas, y antes de que te des cuenta, terminan y sólo queda en tu cabeza todo lo que has vivido- le hizo comprender.


-Lo sé, pero...-. Pero estaba harto pasarse los días y los días sin encontrar verdaderas emociones en su vida, aunque parecía que lo que tenía delante, podía ser lo más parecido a una de ellas.


Y así fue. Luis acompañó a Eduardo y le enseñó toda la diminuta ciudad, claramente, el gigante tuvo que poner especial cuidado en no pisar más de una casa, ni destruir más de un edificio por su inquietante curiosidad, pero aquellos hombres tan diferentes, comenzaron a comprenderse de tal manera que sólo el tamaño podía distinguirlos.


Horas más tarde...”
-...los padres de Eduardo aparecieron por la ciudad, y al verlo reír silenciosamente con el pequeño Luis, los dos quedaron tan extrañados que ninguno fue capaz de decir palabra- continuó narrándole Ana, pero en aquel momento descubrió que el niño había quedado dormido y dejó aquella historia pausada.

Algún día, al recordar aquel cuento, Carlos comprendería que las personas no son tan diferentes las unas de las otras, y que para encontrar la esencia de la vida, no hay que pensar en ella, si no disfrutarla.

Pequeños tesoros

  • Rimas - Bécquer
  • El primer día - Marc Levy
  • Quintaesencia - Gala

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