domingo, 1 de diciembre de 2013

Lacrima non parata


Acababa de tocar fondo. Toda su vida, su lucha, su felicidad entera, se paraba en ese instante rompiendo su corazón y con él su sonrisa. Podía notar entonces como, vacía de todo calor, el dolor comenzaba a inundar cada poro de su ser y aun así, aun sabiendo en el sin sentido en el que había tornado su existencia, ni siquiera tuvo fuerzas para pedir explicación por tamaño cambio de rumbo.

Giró sobre sus talones con tanta lentitud como fragilidad. Temiendo caer desplomada, cual animal herido de muerte, al temblor súbito de sus piernas. Pero pese a esa debilidad, se descubrió caminando por pura inercia. Huyendo de aquel metafórico cazador que le había asestado el tiro fatal. Así, sin escuchar sus pasos, ni notar el gélido aire quemándole la piel, corrió. Corrió tanto como pudo. Tanto como para encontrar la vida en la falta de aire.

No le importaba perecer así, es más, su sufrimiento acabaría en ese mismo instante, pero esa fuerza sabía, la única superior a nosotros mismos, la paró. Haciendo entonces que sus ojos picasen de impotencia, que toda ella cayese al suelo sin poder sostenerse. Y al contacto de su espalda con la fría y rígida pared, una valiente lágrima, entre todas las acumuladas, escapó surcando su mejilla, recorriéndola hasta llegar al mar de sus labios. Muriendo allí.


Y fue al notar la amarga gota sobre sus carnosos labios, cuando el dolor se hizo, si cabe, más intenso. 

jueves, 19 de septiembre de 2013

Se busca enano en el país de los gigantes


-Buenas noches, mi amor-. Pronunció la mujer con la voz tan dulce como su gesto.
-¿Ya?- exclamó el niño incorporándose y quedando sentado sobre la cama.
-Ya- le respondió ella punteando la diminuta nariz de Carlos con su dedo índice. –Es tarde y… Hay que dormir antes de que vengan los monstruos- comenzó a decir con comicidad –y nos pillen despiertos- terminó, moviendo sus manos en torno a la cintura del niño amenazando con hacerle cosquillas.
Y antes de que el roce se produjera, el niño ya reía anticipándose a la juguetona caricia.
-¡Para! ¡Para!- le pidió entre risas y Ana se detuvo para darle un dulce beso en la frente. Carlos le sonrió y le devolvió el beso al tiempo que agarraba una de las manos de ella, reteniéndola a su lado. –¿Me cuentas un cuento?
-¿Un cuento ahora, Carlos?- protestó. Pero su hijo le hizo el más tierno de los pucheros, y ella ante tal expresión no pudo seguir negándose. –Y, ¿de qué quieres que te lo cuente, a ver…?- dijo sentándose de nuevo en la esquina de la cama.
-¡De gigantes!- exclamó, alzando sus manos en un victorioso gesto. Ana rió al ver su entusiasmo y pensó que historia, que no le hubiese ya contado, podía narrarle.

Y sin demorarse más de unos segundos comenzó a relatar.

-Erase una vez, hace mucho, mucho, tiempo, un lugar tan maravilloso como lejano…-inventó.
“…dónde los árboles crecían tanto, que sus eternos troncos se perdían entre las nubes y las copas llegaban a acariciar las estrellas.
Allí habitaban, sin exagerar, grandísimos hombres y mujeres, que a pesar de su tamaño, tenían una vida tan normal como la nuestra. Todos menos uno.
Eduardo era el gigante más apuesto e intrépido de toda la zona, le encantaba retirarse al campo y leer hasta que el sol le robase la luz que necesitaba para seguir haciéndolo, y cuando no estaba cultivando su imaginación, andaba subido de casa en casa en casa buscando aventuras que vivir fuera de los libros.
Mientras todos se preocupaban por hacer bien su trabajo y divertirse con unas y otras fiestas, él abría los ojos a todo lo que lo rodeaba y por momentos creía encontrar la historia que él mismo necesitaba conseguir.


Tal era su pasión por las aventuras, que un día, sin coger ni siquiera ropa de abrigo, comenzó a caminar y a caminar sin descanso. Y tanto caminó, que por momentos sintió que los arboles empequeñecían a su paso, hasta tal punto, que topó de frente con uno que ni siquiera le llegaba a la altura de las rodillas.
Frunció el ceño y se frotó los ojos, quizás el cansancio le estuviese jugando una mala pasada y aquello no fuese más que una alucinación, pero al apartar sus manos de nuevo, volvió a ver aquel diminuto árbol en el mismo sitio, y el desconcierto lo hizo retroceder un par de zancadas.


-¡Eh! ¿Pero es que no mira por dónde va?- oyó a lo lejos una voz que le gritaba, pero al girarse nada vio. Y fue solo cuando agachó su mirada hasta el suelo, cuando descubrió junto a sus pies un hombrecillo tan pequeño como lo  era su dedo meñique.


-Yo...- trató de decir pero las palabras y el aire incluso le faltaban. -Yo... lo siiento mucho- atinó a pronunciar.


-¡Pero no grite!- le chilló el enano. -No ve que su voz me va a dejar sordo- continuó hablándole malhumorado.


Eduardo, el gigante, se agachó, cogió al enano, que se llamaba Luis, y lo de dejó sobre la palma de su mano.


-Ni se le ocurra comerme, ¿eh?- lo amenazó bravucón. Había escuchado mucho sobre aquellos seres tan gigantescos, pero nunca se había encontrado con uno tan cerca, y aunque por fuera parecía el más valiente del mundo, por dentro temblaba como una hoja en otoño.


-No le pienso comer- le susurró Eduardo. -No quiero molestarlo, ni mucho menos. Solo quiero encontrar una aventura, ¿sabe usted dónde dar con una?-.


-¿Una qué? ¡¿Aventura?!- rió el hombrecillo. -Llámame mejor Luis, y no, no sé dónde encontrarlas, ni tampoco dónde pensarás que las fabrican- siguió bromeando y cachondeándose de Eduardo. Y él se sintió tan ofendido y molesto con aquel hombre, que ganas le entraron de tirarlo al suelo desde la altura a la que estaba elevado.
Luis vio en la mirada del gigante una sombra de tristeza mezclada con rabia y comprendió que lo que acababa de decirle estaba fuera de lugar.
-No se lo tome a mal, hombre- intentó arreglarlo. -Las aventuras no se buscan, te encuentran ellas solas, y antes de que te des cuenta, terminan y sólo queda en tu cabeza todo lo que has vivido- le hizo comprender.


-Lo sé, pero...-. Pero estaba harto pasarse los días y los días sin encontrar verdaderas emociones en su vida, aunque parecía que lo que tenía delante, podía ser lo más parecido a una de ellas.


Y así fue. Luis acompañó a Eduardo y le enseñó toda la diminuta ciudad, claramente, el gigante tuvo que poner especial cuidado en no pisar más de una casa, ni destruir más de un edificio por su inquietante curiosidad, pero aquellos hombres tan diferentes, comenzaron a comprenderse de tal manera que sólo el tamaño podía distinguirlos.


Horas más tarde...”
-...los padres de Eduardo aparecieron por la ciudad, y al verlo reír silenciosamente con el pequeño Luis, los dos quedaron tan extrañados que ninguno fue capaz de decir palabra- continuó narrándole Ana, pero en aquel momento descubrió que el niño había quedado dormido y dejó aquella historia pausada.

Algún día, al recordar aquel cuento, Carlos comprendería que las personas no son tan diferentes las unas de las otras, y que para encontrar la esencia de la vida, no hay que pensar en ella, si no disfrutarla.

sábado, 10 de agosto de 2013

La pócima de la apariencia perfecta


Vivimos en un tiempo en el que la sociedad nos exige estar perfectos; tener un cuerpo espectacular, una cara bonita, ir bien arreglada y bien maquillada. (¿Porqué hablo en femenino?... Prefiero no contestar). En esta "era", la publicidad y la masa nos dominan, diciéndonos qué comer, cómo vestir, y sobretodo, cómo ser

Increíble, ¿no? En un época en la que todos estamos en contacto con todos, en la que encontrar a sólo un click a alguien con tus mismos gustos e ideas, seguimos condenados a movernos según "ellos" dictan. Porque siempre hay un "ellos". A pesar de todo, las costumbres mandan y en el momento en el que alguien se salga ligeramente del camino... ¡ZAS! Se le juzga y critica: se le discrimina. 

Y, si, este tema me toca terriblemente la moral. Personalmente, me tengo por una persona con sus manías, con sus rarezas y sus ideas propias. Alguien que no sigue ese rebaño (como decía Nietzsches), aunque haya cosas de la sociedad que sí le gusten.
Por tanto, en mi caso no es todo tan fatídicamente malo, esas desigualdades te alejan de algunos, pero no te aparta de todos. Se podría decir que soy "camuflable" (supongo que esa palabra existirá, tiene que existir aunque suene fatal).

Lo que no es "camuflable" es lo que llevamos fuera, esa carta de presentación que hace que desde el minuto 0 en el que conoces a alguien, esa persona ya tenga una idea sobre ti. Ese exterior que nos hace caer en los estereotipos:
"-Sí, hombre, ese con el que hablamos ayer... Que era rubito así... muy feo".  
¿Cuantas veces lo hemos dicho a lo largo de nuestra vida? Muchas, seguro, y a mi no me importa reconocerlo, aunque no sea el bellezón del siglo. 

Es exactamente eso de lo que va esta entrada. De la apariencia. Ensalzamos la belleza de algunos por encima de su talento o sus dotes para con la gente, preferimos (yo no, ¿eh?) una cara bonita a una buena conversación. Y no nos damos cuenta de lo simples que somos (tampoco yo, ¿eh?), nos limitamos a fijarnos en algo que ya viene de serie, etiquetando a la gente desde el mismo momento de su nacimiento, y si no es como queremos, lo obligamos a ser como queremos que sean. Provocando complejos, inseguridades... Y todo cuando posiblemente, aquel al que criticamos, sea la persona más bonita de la tierra. 

Quizás todos tengamos que poner de nuestra parte, queriéndonos más a nosotros mismos. 

viernes, 10 de mayo de 2013

Registro (Final)

 

María cepillaba su cabello con insistencia. Nerviosa. Escuchando vagamente las risas de sus compañeras de habitación. Como si no fuese bastante con la conversación escuchada y la posterior desaparición de Clara, David no había acudido a la cita diaria en el jardín. Temía que tras contarle sus miedos y preocupaciones el chico hubiese decidido hacer algo. María meneó la cabeza apartando con ello sus ideas. Nada malo le habría pasado a David. Nada. Se convenció.
-¿Habéis visto al chico nuevo?- preguntó Helena a sus amigas. Su tono de voz fue considerablemente alto, por tanto no fue de extrañar que María se enterase.
-¿Qué chico nuevo?- se introdujo en la conversación de las jóvenes bruscamente. Todas la miraron. Helena sonrió maliciosamente.
-María, yo lo vi primero-la informó. La joven entrecerró sus verdes ojos, desafiante al escuchar la respuesta de su compañera. Ante tal mirada Helena se dejó caer sobre la cama. Y comenzó a describirle a ella y a sus amigas al nuevo chico de cabellos castaños y ojos oscuros.
 
            Paseaba por los pasillos del orfanato dejando que exclusivamente la luna alumbrase sus pasos. Mantenía la mirada fija en el suelo y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Con una de ellas arrugaba una y otra vez un papel. Nervioso. Todo permanecía en silencio. Solo podía escuchar vagamente risas y animadas conversaciones que se producían dentro de las habitaciones. Quizás también llantos, pero aquello no quiso identificarlo. De pronto vio al fondo del corredor una luz. Un candil sujetado por una hermosa joven. María. Podría reconocerla en cualquier lugar del mundo. Ninguno de los dos varió la velocidad de sus pasos hasta que estuvieron los suficientemente cerca como para lanzarse a los brazos del otro.
-¿Qué haces aquí?- le preguntó María. David se limitó a sonreírle. –Me tenías preocupada- confesó.
-Lo siento- se disculpó. -Ayer…- no estaba seguro de si debía contarle todo lo que había ocurrido desde que se separaron el día anterior. María tomó su mano y con una mirada a la que David no podía resistirse lo obligó a hablar. –Ayer me colé en el despacho del director.
-¡Te has vuelto loco!- exclamó, aunque ya no había solución para tal locura.
-Sshh- la calló David. María fue a protestar, nadie tenía derecho a callarla. Ni siquiera él. Entreabrió sus labios para replicar pero David colocó su dedo índice sobre ellos, haciéndola permanecer en silencio. Fue entonces cuando escuchó un portazo. Seguidamente unos fuertes pasos que cada vez se hacían más presentes. María agarró a David por los hombros y lo empujó suavemente hacia atrás pegándolo a la pared. Escondiéndose para no ser descubiertos.
-¿Está todo listo?- una voz masculina acompañó a los pasos. Pero no estaba solo.
-Sí, ¿está seguro de que…?- ésta era una mujer. Su tono de voz fue descendiendo hasta callar.
-Es la última, Julia-.
-Pero…- no sabía qué decirle. Cómo intentar convencerlo para que no llevase a cabo su plan.
-Pero nada, todo está preparado. Has de ir- le ordenó.
María abrió los ojos de par en par. ¿De qué hablaban? ¿Qué era aquello que Julia debía hacer? Su corazón estaba desbocado y sus piernas temblaban hasta el punto de temer derrumbarse. Miró a David instintivamente.
-¿Lo has escuchado?- le preguntó una vez que estuvo segura de que las dos personas habían pasado de largo. David asintió.
-Eso era justo lo que iba a contarte.- le dijo. María lo observó con una curiosidad acuciante. –Verás, ayer estuve en el despacho de Alejandro, el director. En un primer momento no encontré nada pero después, en el suelo había una ficha.
-¿Una ficha?- preguntó.
-Así es. Clara Ruiz, ¿te suena?- dijo David un tanto irónico, notando como el rostro de María se fruncía más aún. –En su ficha encontré la fecha de su muerte.- esta vez la joven palideció. Negó con la cabeza negándose a creerlo. –Murió hace dos días.- apuntó el chico. – Aquello no fue lo único.
-¿Hay más?- exclamó.
-Choqué con una estantería y al colocar un libro que se había caído encontré más y más fichas. Todas eran de niños que habían pasado por aquí en estos últimos tres años. Todos habían fallecido.
-Eso no es posible.- María seguía sin querer creerlo.
-Las causas no estaban bien identificadas y lo más extraño de todo era que…- apagó la frase mientras fijaba su mirada en la nada. –Todos se apellidaban igual: Ruiz.- El corazón de la joven se paró. Negó insistentemente con la cabeza.
-Dime que tienes una explicación lógica para todo esto.- le suplicó María.
-No sé si será lógica pero en este día aquí encerrado he podido hacer mis propias deducciones.
-Pues habla, por favor.- David notaba el miedo en cada poro de la piel de su amiga.
-Escucha. Cuando leí todos aquellos historiales los solté asustado . No sin antes coger el último papel que había bajo ellos. Justo entonces la puerta se abrió y apareció Alejandro. No se me ocurrió otra que decirle que estaba perdido, y me sorprendentemente me dejó hospedarme aquí hasta que encontrase la forma de dar con algún familiar –la chica de ojos verdes pareció ir comprendiendo cosas poco a poco.
-Y qué ponía en ese último papel.- preguntó.
-Era un recorte de periódico.- señaló. Justo entonces sacó del bolsillo una hoja arrugada y se la ofreció a María. Ésta lo extendió comenzando inmediatamente a leerlo.
-“Fernando Ortega fue asesinado ayer.”-leyó. -¿De cuándo es este artículo?- musitó para sí.
-Es de hace 4 años.- le respondió David, que la había escuchado.
-Miguel Ruiz, rico empresario de la capital acabó la pasada noche con la vida del que hasta el momento era su amigo- continuó leyendo haciendo caso omiso a la respuesta de David. Siguió observando aquel recorte y al terminar de hacerlo miró al joven. - ¿Qué clase de broma es esta?
-Por desgracia, ninguna.- le dijo.
-Esto no puede ser verdad.- se apartó de él tomando el candil con una mano y sin soltar el periódico con la otra.
-María,- David la agarró antes de que se despegase más de él. –esto me preocupa. ¿No te has dado cuenta de que…?- antes de que el muchacho terminase la frase una voz a lo lejos los volvió a alertar.
-María Ruiz-.
Ambos cerraron los ojos. Ambos habían temido aquella voz. Ambos la reconocieron. Julia. La regente buscaba a María y tras lo que estaba ocurriendo no iba a ser para nada bueno.
-Tenemos que irnos.- le dijo David.
-¿A dónde?- preguntó María.
-No lo sé, pero lejos de aquí. – tomó su mano entrelazándola con la suya.
-¿Crees qué…?- no se atrevió a terminar la pregunta. No quería pensar en el final que parecía estar escrito para ella.
-Ese hombre está loco. Busca venganza para su padre, María.- respondió.
-Pero ¿por qué Ruiz? ¿Por qué todos?-preguntó atropelladamente. A pesar de haber leído el artículo aun no terminaba de comprenderlo.
-Tras uno de ellos está el hijo de Miguel.- contestó David. -Esa es su forma de acabar con su descendencia, asesinando al hijo que Miguel y su esposa tuvieron antes de que ella por desgracia falleciese y él fuese metido en prisión- argumentó.
Estaba nerviosa. En su cabeza no paraban de surgir preguntas. Una detrás de otra. David veía el miedo en los ojos de ella y verla aterrada no lo ayudaba en absoluto.
–Vámonos.- insistió. María apretó la mano que tenía entrelazada a la de él. Asintió. Tiró de David, dispuesta a buscar el camino más corto para salir. Cruzaron los pasillos del orfanato en busca de una pequeña rendija por la que salir. Una rendija que María utilizaba de vez en cuando para alejarse del edificio por la noche, aunque al llegar el alba siempre volvía. Esta vez no lo haría. Se iba a escapar sin importarle qué ocurriera después. Se iba a escapar con el único motivo de salvar su vida. Ambos jóvenes corrían. Huyendo. Pero tan preocupados estaban en salir de allí rápidamente que no se percataron de que Julia estaba justo al final del corredor.

viernes, 26 de abril de 2013

Registro (Parte 2)



Se lo había prometido. Le había prometido tanto que no lo contaría como que no haría nada al respecto. Y esta última promesa no la estaba cumpliendo. Un gélido soplo de viento amenazó con apagar la llama del candil que alumbraba sus pasos. Haciendo el mínimo ruido posible empujó la puerta, la cual se suponía que daba al despacho del director: “Alejandro Ortega”. Una inscripción en la misma puerta con su nombre le hizo comprender que estaba en lo cierto. Había escuchado muchas veces aquel nombre. La última, esa misma tarde. María lo pronunció para señalarle quiénes eran las dos personas a las que había escuchado. Él y Julia, la regente. David continuó con su plan, si así podía llamarse.

Tras cenar se había despedido educadamente de sus padres, subido hacia su habitación y allí había tomado las provisiones necesarias. Tras esto, había salido del caserón con dirección al orfanato.

Cerró la puerta del despacho a sus espaldas. Comenzó a rebuscar entre los papeles que había sobre la mesa. Nada. No había nada. Ni un simple documento que lo pusiera bajo la pista de algo. Dio un paso hacia atrás tratando de obtener de aquella manera una visión mayor del despacho. No supo si su perspectiva mejoró, pero en aquel momento notó algo bajo su pie derecho. Lo levantó rápidamente y se agachó para coger lo que allí encontró. Una ficha. Un historial de una huérfana. “Clara Ruiz”. De nuevo un nombre que le sonaba familiar. De nuevo recordó cómo María le había dicho este otro nombre, Clara. Se refirió a ella para hacerle llegar su preocupación. María no la había visto en todo el día, no había comido con ellas y lo más extraño era que la tutora no les había hecho referencia a la niña. Cuando uno de los huérfanos está enfermo, después de meterlo en cuarentena, les hacen saber a sus compañeros de habitación la situación, pero esta vez no fue así, y según María no podía existir otro motivo para que la joven hubiese desaparecido. David tenía enfrente la razón. Empezó a leer la ficha. Datos, comportamientos, estudios, fecha de nacimiento y lo último: fecha de defunción. El muchacho daba pequeños pasos hacia atrás por inercia, atemorizado por la información que tenía delante. Caminó de espaldas hasta topar con una estantería. Al hacerlo todos los objetos que allí se encontraban se tambalearon, asustando más aún a David, quien no tardó en apartarse. Se dio la vuelta una vez que estuvo seguro de que nada caería sobre su cabeza. Miró la estantería. Estaba llena de papeles, libros y cajas, y como mucho un par de pequeñas bolas del mundo, bañadas en oro o imitando estarlo, sujetaban todos aquellos libros de actas. Nada se había caído. O casi nada. Un pequeño libro se había despegado del resto y buscando mundo aprovechó el tambaleo para saltar de la estantería. El impacto no le causó ningún daño y David se dispuso a devolverlo a su sitio, no sin antes ver qué contenía. -Facturas, nada destacable.-pensó. Lo cerró y cumpliendo con su propósito lo encajó en su hueco.

David entrecerró los ojos. Quizás nada interesante había en aquel libro, pero sí lo encontró a su lado. Hojas. Fichas similares a la que había encontrado de Clara. Todos historiales de niños. Todos con la fecha final escrita en los últimos 3 años. Miró sus nombres encontrando variedad en ellos, pero no ocurrió lo mismo con sus apellidos. Todos Ruiz. Todos. Las manos de David temblaban sin poder controlarlas. Decidió soltar los historiales en el sitio en el que los había encontrado. Estaba atemorizado. Algo extraño ocurría en aquel orfanato, y no tardaría en encontrarlo. Se dirigió hacia la puerta dispuesto a regresar a su casa para reflexionar sobre lo que acababa de descubrir.
Pero sus planes se rompieron al tiempo que la puerta del despacho se abrió sin ser él el que lo hiciera.

miércoles, 24 de abril de 2013

Registro (Parte 1)



-Nadie ha de enterarse de esto-. Su corazón se detuvo en el mismo instante en el que aquella frase llegó  a sus oídos. Aún podía oír las pisadas de las dos personas dirigiéndose  hacia el otro extremo de la habitación. Cerró los ojos. Si la  encontraban allí lo más seguro era que no volviese a ver la luz del día.  Se pegó todo cuanto pudo al muro que tenía a sus espaldas y, solo  cuando escuchó el sonido de la puerta cerrándose, respiró tranquila.




         -Buenos días, María- la voz de Helena la sacó de su  ensimismamiento. Levantó su mirada del suelo posándola en los grandes  ojos de su compañera, desbordantes de vida y alegría. María Ruiz le  devolvió el gesto esbozándole una apenas perceptible sonrisa. Asió entre  sus manos una pequeña canastilla en la que portaba algo de fruta, dispuesta a seguir con sus planes. -¿No te quedarás con nosotras?- le preguntó la joven.

-Sabes que nunca lo hago- respondió María ensanchando su sonrisa, aunque, a decir verdad, no sabía exactamente por qué motivo sonreía. Dio un par de pasos hacia la puerta, pero un pensamiento la paró justo cuando estaba a punto de salir. –Helena, no vi hoy a  Clara en el comedor. ¿La has visto tú?- pronunció poniendo palabras a la  duda que la corroía. Y más, tras lo que había escuchado hacía ya dos días. Su compañera negó con la cabeza dando así su respuesta. María suspiró. Sin decir una sola palabra más, giró sobre sus talones rumbo a los jardines del orfanato.




         La llevaba observando desde hacía ya rato. Se acercaba lentamente. Sigiloso. Sin querer que un solo ruido molestase la tranquilidad de María. Tardó algo de más tiempo en colocarse justo a su espalda. Se agachó para quedar a su altura y, cual broma o especie de sorpresa, colocó sus manos sobre el rostro de la muchacha tapando sus ojos.

-Ya pensé que no vendrías- susurró María. David disfrutó unos segundos más del contacto de la piel de la joven bajo la yema de sus dedos. Solo un instante. Después, temiendo incomodarla, se apartó y tomando el objeto que había traído de nuevo entre sus manos se levantó con la intención de sentarse frente a ella.

-Por qué no iba a hacerlo- le preguntó retóricamente contestando a lo que antes había dicho ella. María sonrió ante su respuesta. Sonrisa que a David se le antojó terriblemente hermosa. Ambos jóvenes quedaron unos segundos mirándose. Fue María, a riesgo de perderse en la profundidad de los oscuros ojos de David, la que apartó la mirada. Cogiendo a modo de distracción una de las peras que traía.

-¿Sabes?,-mordió la fruta -eres la única persona que voluntariamente- pegó otro bocado -decide acercarse a un lugar como este- terminó diciendo.

-Y tú la única que habla con la boca llena- comentó a modo de gracia. Sin más reproche del necesario. María hizo un cómico mohín. Lo cual hizo que una carcajada se escapase por la garganta de David. La joven se cruzó de brazos fingiendo estar enfadada. –Vamos, encima que soy la única persona que voluntariamente decide acercarse hasta aquí solo por tu compañía- le dijo tomando las mismas palabras que ella anteriormente había dicho. Intentaba hacerla sonreír. Pero en su intento, su corazón actuó con mayor rapidez que su cabeza y acabó confesando más de lo que le hubiese gustado. María sintió que una burbuja de felicidad explotaba en su pecho. Nada la hacía más feliz que confirmar que cada tarde David se despojaba de sus lujos y acudía a los jardines del orfanato por ella.

–Bueno…- el chico quiso acabar con el silenció que se había producido entre ambos. Buscó un nuevo tema de conversación y justo a su lado lo encontró. –Te he traído esto.

-¿Qué es?- preguntó ilusionada. Tomó el paquete que David le tendía y con una sonrisa entre sus labios comenzó a abrirlo. –Un libro- susurró al terminar de desenvolverlo.

-Oliver Twist de Charles Dickens- apuntó. –Hace unos meses mis padres me lo compraron en la capital y al leerlo no pude evitar acordarme de ti. Creo que te gustará.

-Gracias- respondió María, sin saber muy bien como agradecerle a David aquel presente. –Comenzaré a leerlo en cuanto llegue a mi habitación.

-Y por qué no ahora- la incitó. Sabía perfectamente las dificultades que María seguía teniendo para leer y, si no lo recordaba ella le lanzó una mirada lo suficientemente significativa. –Vamos- volvió a decirle. María resopló. Se reclinó hacia atrás topando con el árbol que les proporcionaba la sombra.
Aclaró su voz y comenzó a leer bajo la atenta mirada de David. 

María dejó de leer. Hacerlo le estaba recordando la conversación que la tenía desasosegada. Cerró el libro con brusquedad.
-¿Qué te ocurre, María?- le preguntó preocupado David.

-Nada.

-¿Qué te ocurre?- volvió a formular la pregunta uniendo sus palabras a una intensa mirada. María
resopló.

-Prométeme que no se lo contarás a nadie-. David asintió como respuesta.

sábado, 6 de abril de 2013

Silencio

 
 
Dicen que el silencio es un arma,
que acecha y ataca
a quienes huyen del mismo
y sólo sueltan palabras.
 
Afirman que el silencio es la cárcel,
que retiene y castiga,
a quienes jamás callan
y sólo gritan mentiras.
 
Chillan, hablan,
habitan el ruido.
 
Mas, se cuenta, que van diciendo,
que hay quienes lo aman,
que sólo en él confían
y muchas veces llaman.
 
Que hay poetas que de él escriben,
que hay personas que sólo allí viven.
 
Pero aun así, el silencio,
amigo y compañero de muchos,
 enemigo acérrimo de varios,
seguirá narrando en su eterna existencia
mil y una batallas, ninguna vez contandas.
 
Seguirá viviendo en las miradas
de aquellos que tanto se aman.
 
Seguirá acompañando conversaciones
para dar respiro a las palabras.
 
Seguirá escuchando los improperios
que un par de enemistados se lanzan.
 
Y sobre todo, entre otras tantas cosas,
seguirá fielmente con todos esos
que con la sociedad deshumanizada
se atreverán a decir
que las palabras no son más que palabras.
 
 

Pequeños tesoros

  • Rimas - Bécquer
  • El primer día - Marc Levy
  • Quintaesencia - Gala

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